Leyendas etnicas, regionales, nacionales y mundiales.




Tabararé (leyenda cuna)
Tabararé era un gran jefe de origen cuna, en la región del Istmo de Panamá. Sus tierras magnificas estaban regadas por un río hermoso de muchas aguas, el San Pablo de hoy, al cual todos los súbditos veneraban.
Generoso, valiente, fuerte, hermoso de rostro y de marcial presencia, Tabararé era respetado por sus vasallos que vivían felices y contentos con su gobierno y con los bienes que su dios, el río, les había dispensado.
Jamás en sus villas se sintió el azote del hambre. Los campos cultivados con amor producían siempre óptimas cosechas; cosechas que el teba honrado y justo repartía equitativamente. La abundancia y el bienestar se advertían por todas partes y el odio y la violencia eran desconocidas en este pequeño paraíso.
Así transcurrieron muchos días; y muchas lunas pasaron también derramando su luz acogedora y blanca en esas tierras privilegiadas; y las gentes ignorantes de lo que la celeste deidad guardaba para ellas, gozaban jubilosas su plácida existencia.
Todos, hombres y mujeres, eran amigos de las fiestas, de las comilonas y las borracheras de chicha. Pero como si estuvieran protegidos por un misterioso poder, jamás las pasiones provocadoras de violencia tuvieron su asiento en los sencillos corazones de los súbditos de Tabararé, Mas, de pronto, como si la divinidad se hubiese cansado de mandar sus dones y mostrarse benevolente con sus adoradores, vinieron desgracias tanto más terribles cuanto que no eran esperadas, llegó un invierno riguroso y cruel que nunca se había visto. Densas nubes negras oscurecieron el sol por muchos días y el agua cayó constante, fría, inclemente, hasta empapar el corazón mismo de la tierra. El dios antes amable y generoso que sólo parecía complacerse en las ingenuas ofrendas de la sencilla gente, se vía ahora ansioso de gustar cruentos holocaustos,
Furioso se salió de madre; inundó con fiera saña los campos cultivadores, torció de curso, arrancó los árboles desde sus raíces y arrastró en su ira las casas, los animales y las personas. Arrasó todo cuanto encontraba al paso.
Desesperados los indios no sabían qué hacer. Tabararé no hallaba recursos para detener la avalancha de horrores que sin saber por qué había caído sobre ellos.
—¿Por qué nos castigas Gran Señor? —le decía al río—. ¿En qué te hemos ofendido? ¿Por qué deseas destruir a los que tan reverente y humildemente te servimos? ¿Cuál es nuestro delito? ¿Por qué nos acostumbraste a tantos bienes, si ibas a quitárnoslos de esta forma ingrata e inmerecida? ¡Mira a tu pueblo! ¡Apiádate de él! ¡Dinos siquiera en qué te hemos faltado!
Pero el río, sordo al implorante lloro, sordo a sus sentidas voces, insensible al dolor de Tabararé y al de la tribu, continuaba colérico destruyendo caseríos, derribando los árboles y arbustos, haciendo morir a cientos de personas.
Desesperado, angustiado, enloquecido, Tabararé iba de un lado a otro tratando de buscar un alivio para tantos males; pero nada calmaba las celestes iras. En su pena y en su desesperanza, el teba se creyó culpable. Creyó que había pecado; que había hecho algo tan monstruoso, que no había para él castigo suficiente para pagarlo y que por esta causa el dios enviaba a los suyos la ruina y la miseria. Mas, ¿cómo y de qué forma había delinquido? Lo ignoraba. Pero tenía que ser así y en un arrebato de desesperación y de dolor, se propuso expiar su desconocida falta.
Reunió a su pueblo y con voz que la emoción velaba, les comunicó que iba a abandonarlos.
—Me voy —les dijo—. He cometido un gran delito. Por mi culpa la tribu ha sido castigada. Debo y quiero pagar mi crimen a la divinidad ofendida. Por eso tengo que dejarlos. Pero estaré siempre aquí —añadió al ver los rostros de sus fieles, estremecidos por el dolor, la sorpresa y la protesta—. Para librar a la tribu de desgracias mayores, me entregaré como ofrenda a nuestro dios. Entregaré mi vida a la deidad a cambio del perdón.
Su gene gimió desconsolada.
—¿Cómo has de irte? ¿Por qué? No podemos aceptar tu sacrificio. Tú eres bueno y no has podido cometer ningún pecado. Nosotros te arriarnos y no te dejaremos ir. Nuestro cariño y nuestras súplicas templarán la cólera de la divinidad. Si tú quieres morir todos te acompañaremos, porque si has pecado, nosotros también lo hemos hecho.
—No... Ustedes deben permanecer aquí. Así lo ordeno. Nada puede aplacar la cólera de los dioses, salvo la expiación de quien delinque. El culpable soy yo, y debo morir.
Fueron vanas las súplicas y los suspiros para el que había resuelto sacrificarse por su pueblo.
Una tarde, cuando el Sol ponía en el cielo sus tonalidades de oro y las estrellas empezaban a salir de entre sus tules, Tabararé, seguido de un cortejo acongojado y silencioso, salió del caserío. El teba levantaba arrogantemente la cabeza; y sus ojos negros parecían lanzar misteriosa luz. En el pecho y en los brazos musculosos centelleaban los collares y brazaletes de oro usados en las grandes ceremonias; y el cintillo del mismo metal que rodeaba su cabeza, lo aureolaba de extraños fulgores. Tranquilo y sereno, Tabararé iba hacia la muerte como a un festín.
Un instante, sin embargo, sus labios severamente plegados temblaron un poco. La masa humana se había abierto para dar paso a una mujer que con un niño de la mano, se abalanzaba hacia él. La mujer cayó de hinojos abrazándole las piernas. Sollozando sentidamente le decía:
—¡Vuelve, vuelve, Tabararé! ¡Vuelve o llévame contigo! —el teba, sintió que su pecho se rompía a impulsos de emoción. Habría querido tomar en sus brazos, recostar sobre su pecho a la adorada y al hijo fruto de ese amor. Vaciló un momento, pero se sobrepuso con heroico esfuerzo al sentimiento que lo llevaba a levantar a la que yacía a sus pies. A la mujer que lo era todo para él.
“No, no puedo hacerlo” se dijo. “Si me dejo vencer por la pasión, todo está perdido. Tengo que ser fuerte por ella, por el niño y por mi pueblo”.
Su corazón se desangraba en una agonía espantosa, pero no bajó la cabeza para mirar a la desconsolada, ni movió las manos para acariciar el rostro adolorido.
—Apártenla —dijo simplemente.
Apretó aún más los labios y siguió lento, con su cara que parecía una máscara de piedra, hacia la orilla del río.
El tambor resonaba lúgubremente y cada uno de los allí congregados sentía que era su propia alma en donde se golpeaba. Las mujeres lloraban y en quejumbrosos tonos daban rienda suelta a su dolor inmensurable, mientras que los hombres, viejos compañeros y amigos del teba, sus vasallos, sus criados y esclavos, dejaban correr por sus acongojados rostros, incapaces de contenerlos, gruesos lagrimones de pena y de impotencia.
Tabararé se acercó a la impetuosa corriente que rugía y se encrespaba desafiante y poco a poco, en medio de los suspiros, los sollozos y la desesperación incontrolables de sus tristes vasallos, fue adentrándose en el seno de la cruel divinidad que envolvió en su oscuro manto, el robusto cuerpo y la cabeza altiva. Por un instante se vio una de sus manos que hacía a los suyos un gesto de adiós; después nada, sólo el bullir de las aguas inquietas y agitadas.
Mas, ¡oh prodigio! La corriente un poco antes amenazadora, rugiente, desbordada, cedió. Lentas y tranquilas corrieron las aguas por su cauce natural.
Reverdecieron los campos; se fortaleció el corazón de la tierra; florecieron las plantas; brilló esplendorosamente el Sol en los dominios de Tabararé. Pero cuentan que todos los años en los meses de octubre y noviembre, cuando el invierno se torna más despiadado, se ve flotar un bulto en el San Pablo. Desaparece cuando alguien se acerca y no vuelve a salir. Y la gente vieja, que todo lo sabe y todo lo adivina, asegura que es el indio Tabararé, que desde las profundidades viene a contemplar los campos amados por los que murió.
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(*) Esta leyenda ha sido tomada del libro Mitos y Leyendas del Mundo (Gracia, Roma, América, África, Europa y Oceanía) de Fabio Silva Vallejo. 

La Patasola (leyenda colombiana)

El ser más terrible, sanguinario y endemoniado que perturbó jamás las mentes campesinas fue la Patasola.
Imperaba en las montañas vírgenes, donde no se oía el canto del gallo ni el ladrido del perro, ni mucho menos donde existiera ganado vacuno; donde vivían todavía el tigre y la danta y otros animales semejantes, pues este personaje es casi considerado una fiera o monstruo que tiene el poder de metamorfosearse a su antojo. Así, algunos dicen haberla visto como una mujer hermosísima que da grandes saltos para avanzar con la única pata que tiene; otros la describen como una perra grande y negra, collareja, de inmensas orejas; y otros como una vaca negra grande y torpe.
La Patasola fue una mujer muy bella, codiciada por todos, pero perversa y cruel que se dio a la disipación. Andaba y andaba haciendo males con su hermosura pervertida. Para castigarla le amputaron una pierna y se la quemaron en una hoguera hecha con tusas de maíz.
La mujer murió a consecuencia de la mutilación, y desde entonces vaga por las montañas gritando lastimeramente en busca de consuelo y engañando siempre con sus lamentos al que la escucha, quien cree, al oír las voces angustiosas, que es una persona perdida en la espesura e ingenuamente contesta sus gritos, con los cuales la atrae y ésta termina por devorarlo.
Huye y se enfurece ante todo lo que se relacione con el ser humano; le fastidian los grandes aserríos en las montañas, los tambos, las trochas, las cacerías, las labranzas y las siembras, en especial de maíz, cerca de sus dominios; las excursiones con bueyes, caballos y otros animales amigos del hombre y todo aquello que trate de invadir sus lóbregos y abruptos territorios. Persigue a los hombres que maldicen en las montañas, a los cazadores que tienen la osadía de adentrarse en la espesura; a los aserradores, que por lo general pasan la noche en la montaña en toscos ranchos construidos junto al aserradero; a los mineros, a los que abren trochas y buscan maderas, y en fin, a todos los que por un motivo u otro violan las misteriosas soledades de la montaña.
Para protegerse de los ataques de la Patasola hay una oración especial, la cual conoce todo campesino que tiene que atravesar la montaña o que ejecuta alguna faena en ella:
Yo, como sí,
pero como ya se ve,
suponiendo que así fue,
lo mismo que antes así,
si alguna persona a mí
echare el mismo compás,
eso fue, de aquello depende,
supongo que ya me entiende,
no tengo que decir más.
Patasola, no hagas mal
que en el monte está tu bien.
Pero da la casualidad que al presentarse de improviso la fatídica aparición, sea por miedo o por alguna especie de hechizo, la oración se olvida por completo y la víctima se queda perpleja sin articular palabra. En este caso es aconsejable hacer un gran esfuerzo y con voz al grito pedir:
—¡El hacha!... ¡las tusas… y la candela!
Así, le recuerdan los tres objetos que sirvieron para la amputación y desaparición de su pierna.
Sus características de ataque son las siguientes: en lo más lejano y espeso de la montaña se oye un grito lastimero; si el que lo oye le contesta se oye uno más cercano e igual de triste. Una segunda contestación y el grito se oye ya muy cerca; a la tercera contestación la fiera se le aparece en cualquiera de sus formas, se lanza sobre la víctima, le chupa la sangre o lo devora.
Cuando ésta logra ponerse a salvo de su ataque, ya porque va favorecido por algún talismán o porque va rodeado de animales domésticos, se enfurece diabólicamente, origina de improvisto terribles ventarrones, hace bramar la montaña y temblar la tierra, desencadena tormentas de rayos y agua y destruye por completo los alrededores. La Patasola, así mismo, acaba con los sembrados aledaños a la montaña, puestos de aserríos, tambos y animales de corral que se críen en sus alrededores.
Muchos se salvaron milagrosamente en el último instante, metiéndose entre el ganado, bueyes o perros, con lo que la Patasola en medio de una confusión endemoniada de los elementos, grita desilusionada:
—Anda y agradece que te encuentras en medio de esos animales benditos.
La tormenta pasa y la aterrada víctima se libra milagrosamente de la muerte.
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(*) Esta leyenda ha sido tomada del libro Mitos y Leyendas del Mundo (Gracia, Roma, América, África, Europa y Oceanía) de Fabio Silva Vallejo. 

El Secreto de la Momia (leyenda mejicana)
-1-
A mediados del siglo, pasado vivía en el mineral de Santa Ana un hombre llamado Pedro Andrade, quien había quedado abandonado de su primera mujer, la que, de modo por demás misterioso, se fue llevándose al único hijo que tenían sin dar mayores explicaciones. Después de casi veinte años de vivir una existencia de soltero, lleno de manías, volvió a contraer nupcias.
La mujer, de nombre Carmen, era simpática y si bien no una belleza, sí guapa o atractiva, provista de ángel, como suele decirse. Ángel que era miel para muchos zánganos que daban vueltas en torno de su panal. Y esto ocurría porque el esposo, minero experimentado, solía pasar largas horas en el fondo del socavón, para encontrar pepitas de oro y vetas de plata que con gusto dilapidaba con tal de complacer gustos, deseos y caprichos de la joven esposa, sin percatarse siquiera de que lo que ella pedía no eran joyas, sino cuidados.
Ante la insistencia de uno de esos enamorados, al fin Carmen cedió, entregándose con las reservas que al caso vienen, pues las leyes de la época castigaban de modo muy severo al adulterio. Pedro nada sabía. Iba, como todos los días, al fondo de la mina, golpeaba pico, pala y azadón contra la tierra, para extraer un mineral en bruto que tras horas de trabajo terminaba por adornar los cuellos y manos de las damas más lujosas del país. Porque de gran calidad, o muchos quilates, como suele decirse en el argot minero, era el oro de su excavación.
Aquella mañana volvió a una hora infrecuente, dichoso porque el filón que encontró era, sin duda, el mayor de su vida. Y vino a toparse con el espectáculo más repugnante de su desdichada existencia: sobre su lecho la esposa dormía abrazada de un hombre. De primera intención quiso asesinarlos a ambos. Mas, entre el impulso y el acto, medió un pensamiento, mucho más tortuoso y laberíntico que la simple venganza. Se arrepintió de matarlos, pero quiso darle una lección inolvidable a su mujer, a la que amaba con todo su corazón y se sentía incapaz de afrontar una segunda huida.
Fue hasta la cama y despertó a los amantes. Carmen, muy asustada, cayó de rodillas e imploró el perdón. Mientras que el intruso quedó como petrificado de espanto y no supo siquiera qué decir. Sin perder un instante, Pedro agarró un puñal y con la empuñadura del arma desmayó de un único golpe aquel que le había mancillado, quien cayó de bruces chorreando sangre. Pedro amarró de pies y manos al sujeto y le pidió a Carmen que lo ayudara, si es que quería conservar la vida.

Tomaron la vereda que va cuesta arriba del cerro. Nadie que los hubiese cruzado habría podido señalar que existió extrañeza en su andar, pues iban tomados de los hombros como viejos amigos, quizá con algunas copas de más. Y fue así que llevaron al hombre inconsciente hasta la boca de una mina abandonada que daba paso a una fosa de gran profundidad. En se momento el herido recobró el conocimiento y comenzó a suplicar por su vida.
—Le juro que me largo. Perdóneme la ofensa. Me iré lejos y no me volverá a ver.
—Claro está. Ahora mismo te marcharás muy lejos, más de lo que tú piensas. Y te aseguro que no lo volverás a hacer.
Y sin mediar más palabras, lo arrojó dentro de aquella oquedad.
Al sentir el vacío, el joven lanzó un alarido de horror que se apagó en cuanto el cuerpo chocó contra las piedras al fondo de la mina.
Carmen permaneció lívida y temblorosa contemplando la tragedia y presintiendo que su fin estaba cerca.
Pero Pedro la llevó de vuelta a casa.
—Mi cariño te ha salvado. Eres testigo, pero tendrás que guardar el secreto, porque en caso contrario, te acusaré de ser tú la autora del crimen. Prométeme que no volverás a engañarme.
Aquella mujer juró cuanto le fue pedido, no estaba en condiciones de negociar. Ni siquiera de pensar en lo que había pasado. Prometió en su momento ser honrada y buena con Pedro.
-2-
Se tenía la sospecha de que algún marido celoso había victimado al muchacho, conocido en la ciudad de Guanajuato por ser calavera y mujeriego. Aunque luego se corrió la bola de que se escapó con una quinceañera para más no volver. Así, cuando las autoridades se cansaron de buscar infructuosamente al desaparecido, Carmen y Pedro se mudaron al barrio  de San Roque, para habitar una casa colonial muy amplia que la nueva riqueza del minero había podido costear.
El hombre pensó que con estos lujos mantendría los deseos de su mujer a raya, no se dio cuenta siquiera de que se estaba poniendo viejo, en tanto que Carmen seguía hermosa y juvenil, su ángel no la abandonaba.
Fue por esos días en que Pedro recibió un anónimo en que se le informaba que Carmen había vuelto a las andadas. Carta que le había enviado un despechado para hacer sufrir al vejete, pero, como veremos, totalmente infundada. Sea por madurez o por pánico, de lo que no puede caber la menor duda es de que la dama guardaba el recato y la compostura debidos.
Muerto de celos ante esta tremenda revelación, Pedro Andrade guardó reserva, aunque se puso a estudiar cada paso de su mujer con, el propósito de sorprenderla en la infidelidad. Es evidente que no tuvo éxito, pues quien nada debe, nada teme.
Considerando que la astucia de su esposa le ganaba la partida, ideó un plan que con sólo imaginarlo le puso la piel de gallina. Con sigilo comenzó los preparativos. Primero fue con el carpintero, a quien pidió le confeccionara un ataúd especial. Luego se dirigió a buscar un peón para que hiciera excavaciones en dos o tres lugares del sótano y finalmente anunció que se iba a México para realizar unos negocios.
Tomó la diligencia que salía de Guanajuato a las cuatro y media de la mañana y llegó hasta Silao. Descendió excusándose de no seguir el viaje debido a que había olvidado unos importantes papeles que le era urgente llevar consigo. Por la tarde de ese mismo día regresó a Guanajuato y se fue hasta el traspatio de su casa, donde abrió la compuerta del túnel que le había mandado preparar al peón. Entró a la casa y descubrió el engaño.
Un hombre joven dormía plácidamente en una de las habitaciones, mientras la infiel estaba en la cocina preparándole manjares.
Las cosas se sucedieron casi en la misma forma que a vez anterior. Sólo que en esta ocasión no desmayó a su contrincante; sencillamente lo amordazó y lo ató de manos, cosa que repitió con su mujer. Ella quise explicarle cuanto ocurría, pero le fue imposible, y que en un santiamén Pedro la había derribado, puesto la cuerda con las manos a la espalda y antes que nada, tapó su boca, primero con la mano, luego con la mordaza, previniendo que los gritos de su esposa fueran a alarmar a los vecinos.
A pie se dirigieron a la mina que Pedro ya conocía y allí, de igual manera que la primera ocasión, arrojó al amante de su mujer. La diferencia consistió en que el ángel de la señora pareció írsele al cielo porque Pedro no la desataba. Los ojos de Carmen se le salían de las órbitas, tan aterrorizad estaba. Sin embargo, el terror que en otras circunstancias le habría hecho temblar y castañear los dientes, ahora la dejaba muda.
-3-
De regreso, Carmen pensó que tras la reprimenda, quizá mayor que la primera, Pedro la dejaría en paz. Aunque sabía que era imposible conocer la reacción de su marido cuando finalmente conociese la verdad.
—Me prometiste que me ibas a ser fiel, que serías buena y honrada. Y no lo has sido. Ahora ya no te puedo perdonar esta ofensa —le dijo a su esposa a modo de despedida.
La arrojó adentro del ataúd, el que había mandado fabricar especialmente; tenía dos respiraderos y tras quitarle la soga de las manos a su mujer, sujetó con éstas la tapa a la caja y con calma procedió a clavar el cofre, pese a los gritos de dolor y espanto que ella daba, pues finalmente ella se había arrancado la mordaza.
—Escúchame, Pedro, por favor te lo ruego. No es lo que tú piensas. Atiéndeme.
Pero Pedro no quiso escuchar razones. Se apresuró a colocar con firmeza la tapa, con lo cual, por más gritos que diera aquella mujer, sólo se oían ruidos quedos y distorsionados.
Ya había enronquecido la señora y tampoco se la escuchaba ni llorar ni rascar desesperada la caja, cuando Pedro llevó el féretro hasta el otro hoyo que el peón había excavado. Con grandes esfuerzos bajó el estuche al fondo de la tumba y comenzó a arrojar arena, cuidando que los respiraderos no se taparan.
Cuando quedaron dos palmos de tierra entre tapa del ataúd y el piso del sótano, fue por una caja que tenía reservada y arrojó el contenido de ésta dentro de la fosa, para, de inmediato, cubrirla con una gruesa baldosa que ocultaría su obra asesina a modo de lápida fúnebre.
Las ratas que había soltado dentro del agujero chillaron enloquecidas al saberse atrapadas y muy pronto descubrieron los respiraderos del ataúd. Y la sabrosa comida que dentro aguardaba.
-4-
Muerta más de dolor y de la desesperación por la verdad que sabía, no pudo decirle lo que había ocurrido. Aunque el secreto que guardó para ella, con tal de no lastimar a su Pedro, le iba a proporcionar la más terrible de las agonías.
Cuando la aurora del nuevo día iluminó el oriente, Pedro había terminado su obra. La bella Carmen murió enterrada viva, con un secreto que le carcomía el alma cuyo dolor era mucho más agudo que el provocado por las mordidas de las ratas.
Aquel mancebo que había llegado por la mañana, cuando Pedro había salido, ¡era su hijo! El hijo de Pedro Andrade con su primera mujer, quien había vuelto a la casa del padre para conocerlo.
La madrastra, en cuanto supo de quien se trataba, lo dejó entrar. Cansado por la travesía pidió dormir un rato. Ella, entretanto, decidió prepararle la mejor de las cenas. Sabía que su Pedro estaría feliz con el reencuentro.
Mientras Carmen mona con un secreto que le quemaba el espíritu, Pedro buscó que ninguna huella delatora quedara, ignorante de su filicidio.
Los ladrillos del pavimiento volvieron al mismo lugar y finalmente se sentó, agotado, silencioso, como muerto en vida, mientras olas de desesperación lo inundaban hasta dejarlo en la carne viva de la angustia. Pensó en varias oportunidades volver, desenterrar a su esposa; pero su dignidad y orgullo heridos le impedían hacerlo. Era lo irremediable, porque a esas horas el cadáver de la que fuera su mujer ya sería pasto de los roedores.
Era mediodía cuando salió a la calle, se dirigió a la cantina y bebió hasta que su corazón dejó de latir con tanta fuerza. Una asfixia tremenda le acompañaba; podía dejar de pensar en el sufrimiento de su amada antes de morir en forma tan terrible.
Fue a la parroquia y le dio un arcón lleno de oro al cura para que hiciese algunas misas en memoria de difunta esposa, que acababa de morir muy lejos, según le dijo. Luego se dirigió a la casa de un único pariente, a quien pensaba heredar la mina y cuanto tenía. Se sorprendió aquel pariente cuando vio llegar Pedro con una expresión desencajada, pues para esas horas él lo suponía en México o, en caso de haber regresado, estaría feliz por la noticia del retomo de su único hijo, a quién él en persona le había proporcionado la nueva dirección del padre.
Jamás se volvió a saber nada de Pedro Andrade. Tal vez se arrojó de cabeza en la misma mina donde antes cometiera los dos asesinatos. Quizá enloqueció  al comprender la verdad.
-5-
Lo único que nos queda es que allá por el año de 1903, dos mujeres solas, solteronas que subsistían de lavar y planchar ajeno, pidieron permiso a las autoridades para habitar la parte que se salvaba del viejo caserón ya en ruinas pues nadie lo había habitado durante décadas.
La casona tenía un aspecto sombrío. Algunas matas de nopal le habían crecido en los altos de los muros y el musgo y el polvo dejaban sus huellas en lo que otrora fueron paredes encaladas.
Los viejos vecinos de por allí sabían que el caserón había pertenecido a un viejo minero que desapareció de la noche a la mañana sin dejar huella. Y era sabido que antes de irse, según relataban los de mayor edad, había enterrado un tesoro. Pero ay de aquel que se atreviese a desenterrarlo, pues estaba maldito.
Las autoridades consintieron en la habitación temporal, porque a nadie dañaba que dos mujeres sin casa ocuparan una mansión abandonada.
En cuanto las dos viejas estuvieron instaladas, comenzaron a escuchar ruidos extraños, lamentos desgarradores, chillidos de ratas, gritos de desesperación y el sonido de dos manos que rascaban, rascaban, rascaban... Una noche, en la penumbra, observaron la sombra de una mujer que les llamaba.
A pesar del miedo, pero impulsadas por la insistencia de los vecinos que les decían que en esa casa había enterrado un tesoro, se decidieron a seguir al fantasma, bajaron al sótano, removieron los ladrillos y comenzaron a cavar.
La tierra en ese sitio estaba muy floja, infestada de túneles de ratas, las que huían despavoridas al ser descubiertas en sus madrigueras, sin importarles dejar abandonadas a sus repugnantes crías.
A metro y medio bajo tierra dieron con la tapa de madera y al destaparla, lejos de encontrar oro, vieron aquel cuadro conmovedor y horrendo.
Con su propia sangre había escrito: “¡Era tu hijo, Pedro!”
El cuerpo de la mujer estaba momificado: sus brazos tenían todavía el postrero impulso de forzar la tapa en un rigor que sólo la muerte confiere a los cuerpos, pero lo que más horrorizaba de aquel cadáver era la mueca de la boca y los ojos, desorbitados, de quien desea revelar un secreto. Su expresión macabra delataba la espantosa muerte.
—Cuando el sepulturero acabó de relatarme la historia, ya era de noche y el viento se quejaba entre las ramazones de las acacias y los cipreses, escuálidos árboles que crecen en esa loma deshidratada. Escuché un murmullo. Parecía una plegaria que cruzaba por sobre aquellas tumbas, un infinito ruego de paz que se alejaba hacia la eternidad.

GLOSARIO
Festival Cervantino. El más importante acontecimiento cultural de la República Mexicana, que se celebra anualmente en la ciudad de Guanajuato.
Momificar. Convertir en momia.
Necrópolis. Ciudad de los muertos.
Rictus. Expresión facial rígida.
Socavón. Fondo de una mina o excavación.
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Tomada del libro: Leyendas de Horror (relatos que impactaron al pueblo de México) de Guillermo Murray Prisant.

La Leyenda de los Indios Conejos

Por: César Samudio
Eche a volar su imaginación para que esta kugüe kirá ni ña (historia de los indios conejos) tenga la fascinación que ha tenido para quienes, como mi hermano Julio César, aseguran haber escuchado por las noches sus tambores y jolgorios  en “deshabitados” parajes de la serranía Chiriquí-Bocas del Toro.
Y es que entre los ngöbes-buglé (guaymíes) y entre los zuliás (latinos) siempre se ha hablado de existencia del enigmático subgrupo de los ña o conejos que, según la tradición oral, fueron grandes guerreros y tuvieron una organización social semejante a la de los demás grupos indígenas del país (dules, emberás, teribes, bogotás y ngóbes-buglé).
Según esas fuentes ancestrales, tanto los ngöbes-buglé como los ña recibían constantes ataques de otras tribus —algunas procedían de Costa Rica y Nicaragua— que buscaban extender sus dominios sobre los territorios de éstos. Para evitarlo, ambos caciques establecieron una liga militar; esa alianza busca también hacer más firmes y duraderas las relaciones entre esos dos pueblos.
Pero dicha coalición se deshizo porque una mujer de los guaymíes fue asesinada por los ña; entonces el rey guaymí exigió a éstos que revivieran a la mujer de su tribu; como el cacique ña se negó —¿acaso podía revivir a un muerto?— se desató una ola de odio y violencia que condujo al asesinato de una concubina del rey ña. Y desde entonces han sido sangrientas e interminables  las guerras entre dichos pueblos. Los conejos atacaban a los poblados guaymíes durante la noche y estos últimos hacían lo mismo durante el día. En ese afán se hallaban cuando recibieron la inesperada visita de los conquistadores españoles. Y pese a que combatían a un enemigo común, nunca se reconciliaron.
Después de la abolición de la encomienda en Natá (1558) y su subsiguiente establecimiento en Veraguas, los conejos eran los más temidos y combatidos. La pacificación real de Veraguas se logró en el momento en que las huestes españolas lograron arrinconarlos y hacerlos desaparecer del mapa, al extremo de que nadie sabe a ciencia cierta dónde ni cómo viven.
Se sabe que su nombre se debe a que sobre sus cuerpos llevan rayas verticales (como los conejos pintados), que sus faenas (bailes, caza, pesca, guerras, etc.) son nocturnas porque de día duermen metidos en cuevas oscuras (porque la luz del sol los deja cegatos). En compensación, tienen tan desarrollado el sentido del olfato al extremo de que a grandes distancias pueden descubrir la presencia de personas extrañas a su grupo.
En la actualidad, la gente los ubica en la cordillera de Chiriquí-Bocas del Toro, específicamente en Boquete, Cerro Punta, Santa Clara y áreas limítrofes con Costa Rica. Mi hermano Julio César, por ejemplo, dice haberlos escuchado desde su casa, en la bifurcación de los ríos Holkone y Playita, corregimiento de Culebra, en Bocas del Toro.
Pese a que su existencia se pone en entredicho por muchas personas, son abundantes los testimonios, viejos y nuevos, que aseguran que este grupo indómito aunque reducido, existe. Hace no mucho tiempo, en Sitio Prado, Tolé, específicamente en un lugar elevado y montañoso que se conoce como Cerro Banco, unos trabajadores los avistaron.
Sobre los ranchos caía un aguacero torrencial. Eran las 7:30 de la noche. De pronto la gente se queda en silencio observando cómo, bajo la lluvia, unas personas pequeñas, rayadas, con los cabellos más abajo de los hombres, discutían (se presume; pudo haber sido que estuvieran filosofando) en una lengua totalmente diferente a la ngöbe-buglé y demás dialectos que se hablan en la región.
Un cazador nocturno, hermano del educador Saturnino Venado, asegura haber visto con su lámpara chivera a unos hombres similares a los que se describen en el párrafo anterior.
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(*) Tomada del diario Crítica Libre, Panamá, 7 de septiembre de 1996, pág. 4-A.

La Cueva del Camarón (leyenda teribe)
Por un lugar llamado El Humeante (Ñosko) pasa un río. Donde el río hace una curva, se encuentra una cueva, la Cueva del Camarón. Cuando tenían que cruzar el río por la Cueva del Camarón, nuestros antepasados tenían mucho miedo, porque en el agua había un camarón muy grande. El camarón a veces le cortaba el pie a la gente y se lo comía cuando cruzaban el río.
Un día un grupo de cuatro personas se fue de Teribe a la cabecera de la quebrada Błomłi. El camino pasaba cerca de la Cueva del Camarón. Uno de ellos se quedó atrás y de repente no sabía cuál camino habían tomado los otros. Los otros no se dieron cuenta de que uno se había perdido hasta que llegaron a la quebrada Błomłi.  
Allá se preguntaron dónde se había quedado el compañero. En este momento llegó el desaparecido y les contó:
—Me perdí y no sabía adonde ir. De pronto vi un camino amplio y limpio y me fui caminando por ahí pensando que ustedes habían tomado el mismo camino. Pero al lado de ese camino vivían persona extrañas y de pronto me di cuenta que eran espíritus malos. Eran los espíritus de los muertos que se había comido el camarón. No los deja salir y por eso viven al lado de ese camino. Me querían tocar y convertirme en un espíritu también pero no podían porque yo llevaba cosas de hierro como flechas, hachas, machetes y chichas. Los espíritus no podían tocar estas cosas de hierro. Querían que yo soltara las cosas que llevaba pero no lo hice porque sabía que me iban a convertir en un espíritu. Tenían que dejarme pasar y así llegué aquí.
La gente que vivía cerca no quería perder más personas, y por eso consultaron a Tjër que vive en un filo de un cerro y siempre les ayuda a los hombres. Tjër les dijo que los iba a ayudar. Les dijo que mataran el camarón porque la Cueva del Camarón era un lugar muy malo. Tenían que abrir un canal bien recto para que se secara la parte de la curva donde vivía el camarón. Después de ocho días se podía matar al camarón con una flecha sin tener miedo. Y así lo hicieron. Después de ocho días, la curva estaba seca y el agua estaba en el canal que la gente había hecho. Mataron al camarón así como lo había señalado Tjër.
El camarón era tan grande que tenían que arrastrarlo entre todos. Cuando secaron la carne del camarón, cada brazo tenía] un quintal de carne, y en total eran ocho quintales de carne de camarón ahumado que nuestros antepasados se comieron.
Así termina la historia del camarón que contaron nuestros antepasados.
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(*) Tomada del libro Narraciones Teribes publicado por The Methodist Church (Feed the Minds) de Inglaterra.

La Muchacha y la Serpiente (leyenda teribe) 
Hace mucho tiempo, una muchacha soltera y su madre estaban viviendo solas en una casa. Era una casa muy sencilla, con piso de tierra.
Un día la mamá le dijo:
—¿Por qué no se busca un esposo? Estamos solas, pobres y sin acompañamiento de nadie. Búsquese su compañero. Tiene ya la edad suficiente. Usted debe casarse.
Eso le dijo la madre a su hija. En aquel entonces, esta muchacha pasaba los días cantando y pensando y de tanto pensar, cuando la madre le hablaba no le contestaba. Fue por eso que la mamá le dijo todo esto sobre el matrimonio.
Una vez en horas de tarde, estaba lloviendo y lloviendo, en eso vieron llegar a un hombre.
—¿Cómo están, hermanas? —les dijo a ellas,
Y la mamá le contestó
—¡Bien, gracias!
El hombre tenía el cabello largo, y lo tenía en dos trenzas sobre sus hombros, con las puntas amarradas con hilos de pita. Las puntas las tenía en la boca. Al saludar, sacó el cabello de la boca y de las puntas de las trenzas chorreó agua.
El hombre dijo:
—He venido a verlas. He venido pensando en acompañarlas.
Después de un rato se fue, diciendo:
—Me voy, pero mañana en la tarde regresaré.
El día siguiente, la muchacha miraba hacia el camino y de hecho, en la tarde el hombre venía. Cuando llegó a la casa, se saludaron con el mismo saludo:
—¿Cómo están, hermanas?
—¡Bien, gracias!
Lo invitaron a entrar a la casa. El visitante tenía siempre su cabello en la boca. Cuando lo sacaba para conversar, le chorreaba agua del cabello.
Más tarde, el hombre se dirigió a la mamá de la muchacha.
—Vengo a pedirle la mano de su hija. ¿Qué dice? ¿Me puede entregar a su hija?
La suegra se quedó callada y luego contestó:
—No tengo respuesta. Mejor pregúntele ella misma. Ella sí sabrá.
E1 hombre le hizo caso y le preguntó a ella, pero ella solamente se sonrió. No le dijo ni sí ni no. Simplemente se sonrió. Al rato el admirador se fue. Un poco más tarde, regresó llamándolas:
—Traigo comida, bastante. Traigo plátano y yuca. Traigo carne de puerco de monte y pescado. Traigo la mejor carne de puerco, amarillento como la yema de huevo.
La muchacha ya estaba enamorada y recibió la comida. La mamá le dijo al novio que estaba bien si se casaba con ella y que bien podría quedarse con ellas para acompañarlas.
—Ya que mi hija te recibe, acompáñenos.
El hombre se puso contento y aceptó. Ese día todavía se fue, pero al día siguiente regresó y trajo mucho más comida. Hicieron todo un banquete, y los enamorados celebraron con gran alegría. El hombre se quedó y ya no se fue. Allí se quedaba durmiendo en la noche, siempre con su cabello en la boca. Si lo sacaba, salía agua de las trenzas y no se secaba. Así se quedaron viviendo juntos, y después de un tiempo la mujer se encontró embarazada.
El hombre llevaba comida a la casa, pescado, carne de puerco de monte, tapir y todo lo que querían.
Finalmente llegó el momento de dar a luz. El esposo se la llevó al monte, a unos metros de la casa, donde en un hierbazal le construyó un rancho. La muchacha se quedó allí y no pudo salir para ver a la mamá, para que ella no se diera cuenta que el recién nacido, de la cintura hacia abajo, tenía cuerpo de culebra, hacia arriba cuerpo de ser humano. El hombre habló con la suegra y le dijo que su hija ya tenía un bebé. Por supuesto que ella quería verlo, pero el hombre respondió que no podía ver el recién nacido durante ocho días.
—Después de los ocho días sí, y no se preocupe, lo va a ver siempre.
La suegra aceptó la propuesta del yerno y se quedó esperando que pasaran los ocho días. Un día escuchó los chillidos del bebé, pero sonó muy raro:
—Sek sek, sek sek, sek sek, sek sek,
— sin sin, sin sin, sin sin, sin sin, sin sin, sin sin,
—sek, sek, sek.
— ¿Qué será?, dijo la abuela,
— ¿Será mi nieto o qué será?
En ese momento el padre estaba dándole una medicina a su hijo para que creciera rápido. Tenía todas las medicinas para su hijo. Al salir, volvió a decirle a la suegra que no podía ver a su nieto.
La suegra se quedó, pero al rato escuchó otro chillido y decidió averiguar qué era. Entró a la casa donde estaba la hija. La muchacha al ver a la madre, exclamó:
¿Qué le pasa? ¿Qué está buscando? Le dijeron que no podría entrar ni verme. Como usted no hizo caso, me iré para siempre.
La pobre vieja se devolvió para su casa. Enseguida apareció el padre y le preguntó a la suegra:
—¿Por qué la visitó? Le dije que no la viera. Por lo que usted hizo, su hija no llegará más a su casa.
La vieja se sentó sin contestar y se quedó sentada. Llegó la noche, y poco antes de la media noche cayó un fuerte aguacero. De pronto se escuchó un trueno muy fuerte desde donde estaba el rancho de su hija, como si algo se cayera al río. Luego, todo quedó en silencio.
En la madrugada, con la claridad del nuevo la viejita vio que en el lugar donde había estado el rancho ya no quedó nada. Cuando ya estaba de día, la vieja bajó al río, a un pozo llamado
Songwoybo, y descubrió a su hija dentro del agua y a su yerno convertido en una serpiente. La muchacha estaba como envuelta por la serpiente. La mamá le gritó que se viniera, pero ella no le hizo caso.
Después de mucho tiempo —la muchacha seguía permaneciendo en medio del pozo— la serpiente visitó a su suegra y le trajo semillas de ullama (nombre panameño para una fruta grande, parecida al “Chiverre” de Costa Rica), diciéndole:
—Si tiene mucha lástima con su hija, siembre la semilla de ullama. Esta semilla la traje para que la siembre.
La vieja recibió la semilla. Entonces el hombre le dio sus instrucciones:
—Siembre una a un lado de la casa y otra al otro lado de la casa Mírelas cada rato, y cuando nace usted verá un ser humano y lo podrá recoger. Si nacen dos, recoja a los dos.
La vieja le creyó, se fue a sembrar y al día siguiente ya nacieron dos niñas. Enseguida apareció su yerno —el padre de las dos— y le dijo a la vieja:
—¡Mira! Recójalas y lléveselas a su casa y cuídelas bien. No las deje ir al río, no las deje ir a ningún lado, así las debes cuidar durante ocho días
La vieja hizo todo tal y como su yerno le había indicado, pero séptimo día se descuidó, les dio un calabazo a cada una y las mandó a buscar agua. Las niñas se fueron y ya no regresaron. Después de esperar un tiempo, la mujer corrió al río a buscarlas, pero solo encontró los calabazos. De repente las vio en medio del pozo, convertidas en culebras.
Decían nuestros antepasados que así siguieron viviendo las dos niñas Y crecieron mucho. Se hicieron tan grandes que la marea subía cuando ellas se lanzaban al fondo del pozo y llegaba hasta la casa de la vieja. Incluso, la mujer tuvo que dejar su casa y subir a un cerro.
Por eso, los espíritus llamados kjusga les dijeron a nuestros antepasados que las mataran:
—Si no las matan, ellas inundarán esta tierra de agua.
La vieja observaba desde el cerro lo que iba a pasar. Los que habían escuchado las órdenes de los kjusga cercaron el sitio donde subía la marea y se quedaron esperando con las lanzas que los kjusga les habían preparado.
Después de oscurecerse, el mismo padre de las serpientes salió del agua. Era muy grande, enorme. La mamá también salió del pozo y atacó a los hombres para comérselos, pero ellos le dispararon con las lanzas hasta que desapareciera la serpiente. Cuando apareció otra serpiente, de nuevo le dispararon con las lanzas y ella también desapareció. Poco a poco aparecieron todas las culebras, les dispararon hasta que desaparecieran, y al final se secó el pozo.
Mucho tiempo después, los kjusga y los sukias invitaron a los espíritus de las serpientes a un lugar llamado Sulun, donde habían construido una casa grande. A esa casa las llamaron para saber qué pasó.
Los espíritus de las serpientes llegaron y contaron que los hombres habían tirado muy bien las lanzas e incluso una de las serpientes se murió a mucha profundidad debajo de la tierra, mientras las demás fueron heridas pero no murieron, sino que se quedaron en el inframundo. Así termina el cuento de la serpiente.
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(*) Tomada del libro Narraciones Teribes publicado por The Methodist Church (Feed the Minds) de Inglaterra.


2 comentarios:

  1. Una foto reciente, tomada en Cerrón, Renacimiento, da cuenta de una criatura capturada similar a la descrita en la Leyenda sobre los Indios Conejos. Ver más en el siguiente enlace: https://www.facebook.com/groups/baitun/doc/527530410593550/

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  2. Excelentes historias. Qué curioso el folklore mesoamericano y algunos temas que siempre me han parecido interesantes, como razas híbridas o la cercanía con el mundo de los espíritus y el inframundo. Dan muchas ganas de seguir leyendo por horas...

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